Natalia Monasterolo. Suicidio y placer sexual. Una Bioética del Goce. 1ª edición, 149 págs. Córdoba: Alción, 2021 (con un epílogo de Cristina Solange Donda)
Marcos G. Breuer*
*Doctor en Filosofía. Investigador independiente.marcosbreuer@yahoo.com ORCID: 0000 0003 3951 5856
(1) Natalia Monasterolo es egresada de la Facultad de Derecho de la UNC, doctora en Derecho y docente de esa misma facultad. Ha obtenido recientemente el título de magíster en Bioética. De hecho, el libro que nos ocupa: Suicidio y placer sexual. Una Bioética del Goce está basado en la tesis que defendió en la Maestría en Bioética de la Facultad de Medicina (UNC). Conviene aclarar, no obstante, que el libro está escrito en un estilo mucho más acorde al ensayo que a la monografía académica.
El objetivo de Monasterolo es doble. Por un lado, a la autora le interesa indagar si algunos de los actos generalmente condenados por nuestra sociedad, como la ayuda al suicidio o ciertas formas no convencionales de vivir la sexualidad, pueden considerase legítimos, toda vez que, al menos a primera vista, no parecerían lesionar a terceros. ¿Podemos abogar, así, por derechos irrestrictos al suicidio y al placer sexual (pág. 12), entre otros? Por otro lado, Monasterolo intenta repensar la misión de la bioética a partir de la respuesta encontrada en la primera parte de su exploración. En efecto, para la autora la bioética haría bien en abandonar su carácter represivo, para adoptar una orientación decididamente hedonista, centrada en el goce (de allí el subtítulo del libro).
A mi entender, el principal mérito del libro es plantear sin ambages una serie de cuestiones fundamentales y polémicas que conciernen directamente a la ética, la bioética y el derecho. De esta suerte, Monasterolo se pregunta por qué seguimos estigmatizando el suicidio y, en particular, prohibiendo la asistencia que, por ejemplo, alguien puede brindar a un amigo suicida, no solamente en los casos que hoy en día calificaríamos como comprensibles (por ejemplo, cuando se ayuda a morir a un paciente que, debido a su enfermedad grave e incurable y a los sufrimientos que esta acarrea, quiere acelerar la llegada del fin), sino también en aquellos otros que podrían antojársenos más bien “caprichosos”. ¿Puede el Estado impedir legítimamente que alguien se quite la vida “porque sí” y obtenga ayuda en esa empresa? Y, en esta misma clave, ¿es correcto que las instituciones estatales impidan o restrinjan la realización de actividades sexuales no convencionales? Por ejemplo, ¿es justo que el Estado limite el goce que alguien puede hallar en vivir su sexualidad en público?
Este grupo de cuestiones se encuentra planteado en la extensa introducción del texto: “El mapa”. Con vistas a ofrecer una respuesta a esas preguntas y, contemporáneamente, a bosquejar una nueva comprensión de la bioética, Monasterolo organiza el material restante en seis capítulos. De modo sucinto, la estructura del libro es la siguiente.
El primer capítulo: “Ética, Bioética y Derechos Humanos” explora las ventajas y los límites que implica anclar la reflexión bioética en el paradigma de los derechos humanos, tal como este ha sido concebido y formulado por los organismos internacionales destinados a su estudio y promoción. El segundo: “Suicidio y placer sexual. Una lectura biopolítica” indaga hasta qué punto las prohibiciones que rigen las actividades humanas improductivas, desde la autolesión a la búsqueda “fuera de lo común” de placer sexual, no responden sino al interés del sistema socioeconómico imperante por disciplinar a los individuos, con el objetivo implícito de volverlos dóciles unidades de producción y de consumo. El tercer capítulo: “Tener un derecho” vuelve a plantear la cuestión de qué significa poseer tal o cual derecho (por ejemplo, contar con el derecho al suicidio) y cómo puede eventualmente limitarse su ejercicio de una manera legítima.
Aquí quisiera hacer una aclaración. El tercer capítulo es, en mi opinión, demasiado breve y por eso no queda del todo clara la fundamentación que pretende otorgárseles a los derechos que podríamos llamar “individuales” –o simples libertades– y, menos aún, a los derechos “sociales”, derechos estos últimos que asoman a la discusión prácticamente al improviso (véase, por ejemplo, la pág. 94, cuando la autora postula que “poder proveerse el alimento, la vivienda, la educación, la salud e incluso el ocio, son asuntos que deben estar resueltos por el mismo Estado”).
En el cuarto capítulo: “El sistema jurídico argentino y la configuración del sistema legal represivo”, Monasterolo pasa revista a la conformación histórica de nuestro sistema legal. Tras el análisis concluye que el sistema posee un sesgo ideológico innegable y reprobable: desde la Constitución de 1853 hasta los códigos (civil y penal) vigentes, incluyendo las últimas modificaciones efectuadas, todas estas dimensiones están permeadas por intereses y concepciones que propician un tipo de forma de vida (y, dentro de ellos, un tipo de forma de experimentar la muerte y la sexualidad) funcional al capitalismo.
También aquí quisiera detenerme un instante, ya que el texto no ofrece una conceptualización apropiada de qué se va a entender por capitalismo, sino que se limita a esbozar esta noción tomando algunas reflexiones efectuadas por Michel Foucault en la década de 1970. Aquí hubiese sido deseable encontrar una mayor profundización teórica al respecto, que dé cuenta tanto de los cambios ocurridos en las sociedades occidentales en el último medio siglo como en los giros que ha experimentado el debate teórico tras, entre otras cosas, la crítica a algunas de las tesis centrales del posestructuralismo francés. Por lo demás, no hay que olvidar que encontramos la prohibición de suicidarse y las más diversas restricciones al erotismo en todas las civilizaciones precapitalistas. El capitalismo, en consecuencia, no es el único factor que explica la emergencia de sistemas legales represivos.
El quinto capítulo: “Anormalidad y Desviación. Síntomas para la protección” le permite a Monasterolo dar un paso más y afirmar que los conceptos de anormalidad y desviación, tan caros a sistemas jurídicos como el argentino, carecen de una fundamentación razonable: observados con atención, ambas categorías serían, sobre todo, la cristalización de la ideología imperante, la que llevaría a descalificar como anormal y desviada toda conducta que no se ajuste a su modelo de buen ciudadano.
En el sexto y último capítulo : “El valor de los micro-movimientos anárquicos: la Bioética del Goce”, la autora retoma el paradigma centrado en los derechos humanos, señala la importancia de depurar esta concepción de los elementos ideológicos que también allí puedan haberse filtrado, para proponer, finalmente, una salida o vía de fuga a lo que –se nos da a entender– es la asfixiante situación actual: si no es posible reformar radicalmente nuestros sistemas jurídicos y la estructura socioeconómica contemporánea, entonces la alternativa es dirigirse “hacia lo micro” y ubicarse “en cierto movimiento anárquico [toda vez que allí] anidan plausibles formas de agenciar el placer” (pág. 136). (Obsérvese la tensión que atraviesa el texto: al inicio parece abogar por un Estado mínimo para asegurarle, así, el mayor número posible de libertades al individuo; luego defiende lo que Norberto Bobbio calificaba como Stato massimo, esto es, el Estado encargado de proveer todo tipo de asistencia para la satisfacción de las necesidades siempre crecientes del ciudadano; por último, concluye rescatando ciertas virtudes del anarquismo.)
(2) Como mencionaba, el mérito de este ensayo es plantear con vivacidad un cúmulo de cuestiones que, por pereza mental o simple conformismo, muchas veces dejamos de lado. El texto constituye, por eso mismo, una bienvenida provocación al lector, lector que mientras recorre las páginas no puede quedarse de brazos cruzados, sino que tiene que seguir el camino que se le va trazando; de lo contrario, debe abrirse su propia senda, con el fin de decidir si la crítica y la propuesta de reforma que presenta la autora se sustentan. Este será mi modo de homenajear, en los párrafos restantes, el esfuerzo hecho en Suicidio y placer sexual.
Monasterolo se pregunta, en primer lugar, si como sociedad debemos impedir que alguien se suicide “porque sí” y, sobre todo, si debemos prohibir con los instrumentos legales con que contamos la asistencia a semejante empresa. En nuestro país, el intento de suicidio no es punible y tampoco recaen penas sobre los deudos de quien se ha quitado la vida, como bien recuerda la autora (pág. 108). Sí, en cambio, está prohibida la ayuda y la incitación al suicidio. Quisiera dejar a un costado el complejo problema que genera la incitación para analizar simplemente si es legítimo establecer una prohibición –respaldada con penas considerables– a quien asista a otro en el suicidio, sobre todo si no se trata de un paciente gravemente enfermo y sin perspectivas de mejoría que quiere acabar con su calvario de una buena vez.
El principal criterio que poseemos para saber si una prohibición es correcta o no se deriva del principio de daño (harm principle) establecido meridianamente por John Stuart Mill. En On Liberty se lee:
[…] que el único fin por el que la humanidad, individual o colectivamente, está facultada a interferir en la libertad de acción de cualquiera de sus miembros es la autoprotección. Que el único propósito por el que el poder puede ejercitarse legítimamente sobre cualquier miembro de la comunidad civilizada, contra su voluntad, es para prevenir el daño a los otros. Su propio bien, sea físico o moral, no es una condición suficiente. (1867, p 6)
Si alguien desea suicidarse y si ese deseo va acompañado de una decisión madurada de quitarse la vida, es irrelevante, según el principio de daño, cuál sea el motivo último (enfermedad terminal, depresión profunda, pérdida de sentido o simple libido moriendi); en consecuencia, el Estado no está facultado a impedir –y menos a castigar– la tentativa de suicidio.
Bajo esta óptica, tampoco la asistencia al suicidio debería estar prohibida, al menos la asistencia al tipo de suicidio que, a partir de Of suicide de David Hume, denominamos racional: aquel que va de la mano de una decisión madurada, no importando las razones de fondo (a diferencia de aquel otro tipo de suicidio, el irracional, fruto de un arrebato pasajero).
Claro que ninguna sociedad, como se lamenta Monasterolo, es lo suficientemente liberal como para permitir la asistencia a suicidios planeados por personas que estén física y mentalmente sanas, aunque con abrumadoras ganas de morir. Movidas por sesgos ideológicos de todo tipo, nuestras formas de organización sanitarias, sociales y jurídicas defienden una suerte de “vitalismo”: la vida es vista como un bien en sí mismo, es más: como el summum bonum, que, por lo tanto, debe ser preservado a toda costa, incluso contra la voluntad del propio sujeto que quiere dejar de existir; es asimismo ese vitalismo el que lleva a condenar a quien se proponga darle una mano al suicida.
El único documento legal que conozco que ha llevado hasta las últimas consecuencias la concepción político-liberal que estamos discutiendo y, en particular, el principio de la autonomía de la persona es la sentencia del Tribunal Constitucional Federal Alemán, emanada el 26 de febrero de 2020. El texto establece claramente:
El derecho a la muerte autodeterminada no se limita a situaciones definidas por factores externos como los casos de enfermedad grave o incurable o bien de determinadas fases de la vida o la enfermedad. Rige en toda fase de la existencia humana.
En otras palabras, el precio de tomarnos en serio los derechos constitucionales a la libertad de la persona y a la autodeterminación (derechos consagrados, en el caso alemán, en los artículos 1 y 2 del Grundgesetz) se traduce en la no injerencia del Estado en las decisiones últimas del individuo que solo lo afectan a él mismo. De todos modos, también en los países nórdicos hay mucho trecho del dicho al hecho: a más de un año y medio de la sentencia, el suicidio asistido sigue sin contar con una legislación que lo regule, y su práctica se ve literalmente bloqueada por la oposición de los distintos colegios profesionales (médicos, enfermeros y farmacéuticos, entre otros). Así, por ejemplo, la Deutsche Bundesapothekerkammer (una suerte de confederación farmacéutica alemana) sigue, hasta la fecha, aferrada a la tesitura de no vender al público pentobarbital, incluso cuando el comprador exhiba la receta médica.
(3) El segundo grupo de cuestiones tratadas por Monasterolo me resulta más problemático, sobre todo porque allí se agrupan prácticas que, a mi entender, son bien diferentes entre sí. El ejercicio de la prostitución, el abuso sexual y la pornografía infantil, por señalar solo tres de las dimensiones que aparecen, requerirían un tratamiento individualizado. El punto es que en esas esferas entran en juego aspectos complejos, no solo de naturaleza filosófica, sino también sociológica y psicológica, que no pueden ser despachados en, a lo sumo, un par de páginas, alegando que el común denominador de todas ellas es el (supuesto) derecho al goce sexual irrestricto (goce que, aun cuando no medie violencia en su obtención, es mayormente de solo una de las partes).
No obstante, en pro de seguir los pasos de la autora, voy a dejar de lado los reparos para concentrarme en uno de los casos menos problemáticos de los que se tocan, el de la sexualidad experimentada en público. ¿Debe prohibir el Estado la exhibición a plena luz del día de la excitación de una o más personas adultas? ¿Por qué? Para responder a estas preguntas, es necesario volver al principio de daño establecido como criterio normativo. Si bien nadie puede argüir un daño físico en el caso de presenciar en medio de la peatonal de Córdoba el espectáculo de excitación sexual de uno o más mayores (supongamos que están en pleno uso de sus facultades), lo cierto es que puede alegarse un daño moral. Los transeúntes pueden considerar repulsivo, asqueroso, indecente, ofensivo o, simplemente, fuera de lugar el que algún Diógenes moderno se satisfaga a sus anchas en nuestra ágora o que un Crates y una Hiparquía de nuestros días se entreguen al ars amatoria a la vista de todos.
Notemos que hay sociedades más tolerantes que otras (nos cuesta creer que en algunos países árabes siga estando severamente prohibido el beso homosexual en público). Señalemos, asimismo, que nuestras sociedades occidentales han pasado por fases de destape que las han hecho bastante permisivas. Aun así, Monasterolo puede argumentar que estamos lejos de vivir en sociedades que permitan y promuevan la plena realización del potencial erótico humano.
Frente a ello, me parece importante aclarar dos cosas. En primer lugar, hay que reiterar que el daño a un tercero no implica solamente el daño físico (o, para ser más específico, el daño a su vida, a su integridad corporal y a su propiedad), sino que incluye también alguna forma de daño moral. Además, cae de maduro que es indispensable regular las diversas actividades humanas, aun cuando su ejecución no suponga un daño directo de ningún tipo (no es represivo tener que circular por la derecha o esperar a que nos toque nuestro turno). Debido a la centralidad de este principio, hubiese sido deseable encontrar un análisis más pormenorizado en las páginas de Suicidio y placer sexual.
En segundo lugar, es clave no caer en alguna de las modalidades de la fallacia compositionis. Estoy totalmente de acuerdo con la afirmación según la cual nuestra sensibilidad en lo que hace a la sexualidad sigue estando atravesada por el patriarcalismo. También me sumo a quienes aspiran a que el ejercicio de la sexualidad auténticamente vivida pueda liberarse de los tabúes ancestrales. Sin embargo, el que este o aquel límite al ejercicio público de la sexualidad sea históricamente contingente y, por tanto, arbitrario y revisable (lo que hace un siglo en Argentina era escandaloso hoy es tolerado sin problemas, y en buena hora), no lleva a concluir que toda restricción sea ilegítima. Insisto: ojalá que en un futuro no tan lejano nuestros límites sean menores y más flexibles, pero me cuesta imaginar una comunidad humana despojada de toda forma de pudor. De las premisas “esta prohibición es incorrecta” y “esa prohibición también en incorrecta”, no se sigue que toda prohibición sea incorrecta.
Claro que Monasterolo puede darle una nueva vuelta de tuerca al asunto y afirmar que, en el fondo, las autoridades prohíben la desnudez y la excitación en público para que así el resto de los ciudadanos no se sienta tentado a unirse a lo que pronto se volvería una orgía colectiva sin fin, descuidando el trabajo y el consumo. Pero si indefectiblemente vemos un carácter represivo en la autoridad y en todo lo que emane de ella, ¿para qué entonces comenzar el análisis con el principio de daño?
(4) Como Sócrates, yo sigo creyendo en el poder de la razón empleada coherentemente en el análisis de nuestros asuntos prácticos y en la organización de la polis. Tal vez mi esperanza de que así las cosas puedan cambiar para mejor sea, en el fondo, infundada. De todos modos, mientras me aliente ese sentimiento voy a seguir buscando algo más que “micro-movimientos anárquicos”, algo más que la “disidencia microscópica” (pág. 135) a que nos invita la autora, una conclusión quizá demasiado tímida para la artillería desplegada en los primeros cinco capítulos. La invitación podría ser, entonces, más amplia: en vez de conformarse tan solo con resquebrajar la norma y ahuecar el sistema legal represivo (son las imágenes que usa Monasterolo en sus párrafos finales), ¿por qué no propiciar un cambio integral, si bien orquestado paso a paso y modo inteligente –un poco a la manera del piecemeal social engineering popperiano–, de buena parte de nuestro sistema normativo, tanto el exteriorizado en forma de ley jurídica como el interiorizado en forma de conciencia moral? Y aunque no haya muchos motivos para ser optimistas, hay que reconocer que en nuestro país sí ha habido en las últimas décadas una evolución legal en la dirección deseada. Tras la recuperación de la democracia en 1983 se han promulgado leyes como la de divorcio, la de cupo, la de matrimonio igualitario y la del aborto, por citar tan solo un puñado, que han relajado, por poco que fuese, el “sistema legal represivo” del Estado argentino.
Suicidio y placer sexual es un libro para celebrar por su valentía. Sus páginas rezuman el entusiasmo y la decisión de una mente joven que busca abrirse paso por las barreras conceptuales y normativas de nuestro mundo, con el objetivo de imaginar una existencia más libre y gozosa. |